Lunes, 29 de Abril 2024
Lunes, 10 de Agosto del 2020

Tierra arrasada: desastre ambiental en las islas frente a Rosario

Lo que sigue es una crónica que describe, con errores y aciertos, la magnitud del ecocidio que se produce en el delta del Paraná.

Las islas del delta del Río Paraná están en proceso de destrucción. El fuego arrasó con todo a su paso. La sequía, cómplice de manos anónimas, propagó el fuego con una velocidad que da miedo. La bajante, quizás histórica, también ayuda a que nada detenga el paso constante de las llamas. 

No se trata de una práctica nueva, pero este año –justo este año- parece más grave y potenciada que otras veces. Tanto que este “problema” rosarino por excelencia afectó a los habitantes de toda la región. Incluso a los de Funes, ubicados a más de 30 kilómetros del río Paraná. 

InfoFunes visitó en los últimos 15 días dos veces la zona de desastre ecológico frente a la costa norte de Rosario. A metros del puente que une la ciudad vecina con Victoria el terreno es una gran mancha negra. Las cenizas volaron, dejando una tierra que apenas puede pisarse. Al caminar se ven animales muertos, restos de troncos y plantas carbonizadas y mucha basura que alguna vez arrastró el río.

“Acá donde estamos caminando –a unos 100 metros de la costa- cuando el río está alto no se puede acceder. Es todo agua. Por eso el piso está así de blanco, porque es una mezcla de los sedimentos que dejó el agua, de la mugre que arrastró y de arena”, cuenta un vaqueano de la zona.

Ese terreno, similar al que todos tenemos en el imaginario como un pantano, hoy es absolutamente negro. Fue arrasado por el fuego, que se extendió durante muchos días por decenas de kilómetros. 

“El fuego arrasa con todo porque la seca es grande y el viento no ayuda. Si el río no estaría tan bajo el agua me metería en algunas zonas bajas y eso cortaría el caminar del fuego”, dice el mismo vaqueano.

La primera vez que InfoFunes se adentró en la isla en el horizonte se veía el incesante fuego. “Podemos llegar hasta allá, son unos 1000 metros en línea recta”. Ese kilómetro isla adentro atraviesa aquel pantanoso terreno ya descrito. El suelo, en las pocas partes que aún no se quemó está repleto de agujeros. “Son pequeñas cuevas donde se mete algún que otro animal, principalmente víboras yarará”, cuenta mientras mantiene un paso firme y constante el vaqueano que, a esta altura, pasó de ser un sabedor del terreno a la única persona que realmente sabe dónde estamos. 

La primera imagen que causa estupor en el camino hacia el fuego es la de un animal muerto con parte de su cuerpo carbonizado. Se lo ve seco, casi sin pelo, y la poca carne que le queda, que no fue carroñada por otros animales, despide un olor pestilente que podría describirse tanto a podrido como a humo. “Es una nutria salvaje” dice el vaqueano. Por qué no creerle pienso. Y sigo caminando. 

Pocos metros más adelante, ya cansando de caminar sobre un “colchón” de tierra blanda y ramas quemadas, un grito interrumpe el silencio de la caminata. Es un “vecino” del lugar, propietario de un rancho que tiene una explotación de chanchos. Su grito asusta a los pobres pájaros que descansaban sobre el único árbol verde ubicado a unos 150 metros a la redonda. 

El grito del “vecino” es claro y despierta algo de temor. “Qué hacen acá”, dice, utilizando la menor cantidad posible de músculos de su cara. “Tranquilo Héctor, son conocidos”, dice el vaqueano. A esta altura, además de ser el único que sabe dónde estamos es el héroe que nos salvó de quién sabe qué. 

Sigue la caminata. De vez en cuando miro para atrás para ver si tengo alguna chance de saber dónde estoy. Si veo el río puedo llegar a encontrar la lancha, me digo. Pero es imposible. Todo lo que se ve es ese colchón negro de tierra arrasada y quemada. A lo lejos, en medio del humo que por “oleadas” nos cubre enteros, veo algo que me tranquiliza. Muy a lo lejos, a la derecha de lo que yo creí era “atrás” se ve la silueta de las torres superiores del puente. “Listo”, me digo, y sigo el paso del vaqueano y las otras dos personas que completan la extraña expedición.

Lo próximo que nos cruzamos es otro animal. Una víbora. Retorcida y muerta. Suspiro de saber que está muerta, porque les tengo miedo incluso al verlas en la televisión. Pero, nobleza obliga, imaginar su muerte absurda y dolorosa me despierta algo que jamás tuve por ese animal. Nadie se merece morir así. Nadie se merece estar en su “casa” y ser encerrado por un verdadero infierno. Nadie, ni siquiera esa víbora que de estar viva no hubiese perdido la oportunidad de atacarme. 

Sigue la caminata. “Ya falta poco”, dice el vaqueano. Es cierto, el fuego está cada vez más cerca. Lo vemos todo el tiempo. Algunos metros antes se dejaba ver por momentos, según la altura de las llamas o el ondular del piso. Las dos personas que nos acompañan al vaqueano a mí son dos integrantes de la oficina de Defensa Civil de la Municipalidad de Granadero Baigorria. Vamos por ellos en realidad. Su objetivo es cotejar in situ el daño que desde el otro lado del río apenas se puede imaginar. Vamos por ellos. El vaqueano nos lleva. Yo acompaño para hacer imágenes y difundir luego lo que vemos. 

“Acá nomás está bien. Más allá puede ser peligroso”, dice el vaqueno. Estamos en el mismísimo medio de la nada. Una vista en 360 grados nos muestra una línea de humo en el horizonte que tiene aproximadamente unos 5 kilómetros de largo. La parte más cercana de esa línea –que no es recta- está a unos 400 metros y ahí se ve el intenso fuego que no detiene su paso. 

Miro a mi izquierda y veo la desolación que dejó el fuego que ya pasó. Miró hacia atrás y ya no veo la silueta del puente. Lo primero que pienso es algo trágico. No quiero ni decirlo. Me pone nervioso revivirlo incluso. 

Me tranquilizo trabajando. Entonces saco de mi bolso la cámara de fotos y hago unos disparos. No mucho para apreciar. La vista es dificultosa producto del humo. Las mejores fotos, después sabré, van a venir en la segunda excursión a la isla. Cuando me doy cuenta que la cámara no me va a ayudar a cumplir mi trabajo la guardo en el bolso. 

Lo que sigue es un dificultoso vuelo con un drone. La idea, más allá del interés periodístico, es poner a disposición de Defensa Civil las imágenes que revelarían la dimensión del daño ambiental. Las imágenes, como se ven en esta misma nota, son elocuentes. Pero la verdad, no se comparan con caminar la arrasada isla




Una charla sin sentido en el lugar, un par de teorías conspirativas y otra vez de vuelta a la civilización. 

El camino de regreso hasta la lancha nos deja a los cuatro con una sensación extraña. Nadia habla, nadie dice nada. Ya nadie comenta lo que ve o se muestra alerta de algo que puede pasar. Las imágenes que vimos, en vivo, en el lugar, nos han dejado sin voz. El humo, siempre presente, espeso, quieto por momentos, oscuro y abrazador, apenas nos deja respirar. 

El silencio de la vuelta se prolonga incluso en la lancha que nos cruza de costa a costa. Al llegar del otro lado, de “nuestro lado”, un saludo formal y cada quien a su casa. Todos estamos visiblemente afectados por lo que vimos.

Te pueden decir que acá nomás el hombre está matando la naturaleza. Está arrasando con tierras, plantas y cientos de animales. Pero todo parece poco cuando lo ves. No hay cámara, ni de fotos, ni drone, ni ninguna que se haya inventado, que transmita la dimensión del desastre que se ha producido y se sigue produciendo en las islas del río Paraná.

Llego a mi casa bastante más tarde de lo habitual. Saludo a mis hijas, las que reaccionan a mi olor a humo, y me voy a bañar. Sigo shockeado. “Es parte del laburo”, pienso. 

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