Domingo, 22 de Diciembre 2024
Viernes, 21 de Abril del 2017

Cuando el fútbol palpitaba en la cancha grande

<p>La pasión por la pelota fue abrazada por años en los torneos que se jugbana en el estadio . El pueblo se detenía por ver a los cracks de cada club o barrio.</p>

Se había palpitado en Nazaret. También en María Auxiliadora, incluso en la Fiscal. En la Municipalidad, en los bares, en los buffets de los clubes, entre charlas y casín. En el picado de la siesta con los chicos del barrio, en el fútbol del sábado de los grandes. Aunque se enfrentaban en cada torneo, cada encuentro era especial. Dividía familias, suspendía amistades. El club Funes y el club San Telmo se enfrentaban otra vez, en otra edición del clásico funense ¿El escenario? Los míticos torneos del estadio municipal Gral. San Martín. O, simplemente, en la cancha grande.

 

Eduardo Sacheri contó alguna vez la historia de Tito, la estrella del fútbol internacional que volvía a su pequeño pueblo a pedido de sus amigos, para salvar el historial en el clásico barrial. Mintiendo en su club de la élite del fútbol mundial, tomándose un avión de improvisto, Tito dejaba ese paraíso de césped parejo y botines de diseñador para volver, un sábado a la tarde, al fútbol de medias bajas en terreno dudoso, de pelota vieja y pantalones y camisetas sin combinar, para ayudar a sus amigos a mantener el honor del barrio.

 

La escena no es desconocida en Funes, se vio más de una vez e incluso con leyendas del fútbol argentino. Durante el verano, la cancha grande era el lugar donde se organizaban torneos relámpagos, que empezaban por la mañana y terminaban pisando la medianoche. El nivel de los equipos era digno de Primera División: venían equipos de distintos barrios rosarinos a enfrentarse a los funenses con figuras de la talla del goleador leproso “Condorito” Ramos, del entonces casi niño Sergio Almirón o de la leyenda del fútbol rosarino: el “Trinche” Carlovich. Se jugaba lealmente, pero piernas fuertes sobraban: es que el monto del premio era más que jugoso.

 

Pero los torneos relámpago no eran los únicos: también había torneos internos de la ciudad, días de semana por la noche o durante los fines de semana, con un nivel para nada despreciable. Florida, Industrial, San Telmo y Funes aportaban sus equipos (e incluso dos por club), pero también presentaban batalla barrios como Vélez Sarsfield, Villa Golf, El Palomar venía desde zona oeste y siempre había algún invitado de Roldán o San Jerónimo. Esos torneos eran por el honor, por dejar el nombre del barrio o del club en lo más alto hasta el próximo torneo.

 

Si bien muchos jugaban, los partidos eran un evento social más allá de los participantes. Muchos padres llevaban a sus hijos a ver fútbol de cerca, compartían un choripán y una gaseosa con amigos, comentaban los partidos que se iban sucediendo. Había hinchadas, claro, pero no pasaba más que del sano y divertido folclore entre amigos que luego compartían escuela, trabajo o el café en el bar. Era un fenómeno que atravesaba al entonces pueblo, que se congregaba cada vez que la pelota rodaba en el estadio municipal. El fútbol era un punto de encuentro.

 

Nombrar a todos los jugadores es casi imposible. Es que los torneos de la cancha grande comenzaron cuando ni siquiera el estadio se encontraba donde está hoy, sino que estaba en la plaza San José, y terminaron promediando la primer década del 2000. Smith y Emon, por nombrar algunos, formaron parte de la primera generación. Luego pasaron los Rodriguez, los Centurión, los Vargas, los Arrascaeta, los Fontana, los Azurmendi, los Marchetti, los Mammarella, los Panciroli, los Montes, los Bravo (también conocido como “Luque”, por su parecido a Leopoldo Jacinto), y tantos otros que por un rato dejaron sus oficios y se transformaron en verdaderos jugadores profesionales con un objetivo: defender los colores.

 

Las historias se cuentan hasta el día de hoy: que a medida que llegaba la noche en los torneos relámpagos, algunos jugadores entraban un poco entonados al césped, que a Luis Centurión había que pegarle alguna patada discreta para pararlo, que Hugo Vargas era el mejor, pero que “Luque” tenía lo suyo. Que cuando Panciroli estaba en el arco del club Funes desmotivaba al contrario porque sabía que no iba a poder vencerlo, que el cuadro de Vaschetti desplegaba un fútbol total o que Sergio Almirón, todavía un niño de inferiores, venía a jugar buscando un tesoro más que preciado: un suculento sandwich de mortadela.

 

Con el crecimiento de Funes y el paso de pueblo a ciudad, los torneos fueron desapareciendo. Ya no se hicieron más torneos relámpagos y la Municipalidad organizó los últimos nocturnos a mediados de la primer década del 2000. Luego, ya nadie quiso tomar la responsabilidad y el fenómeno que atraía a todo un pueblo, en vez de crecer, terminó por aletargarse. Pero sigue latente en los recuerdos de muchos funenses que saben que, apenas pique una pelota en la cancha grande, habrá fiesta: es que el fútbol nunca muere.