Lunes, 30 de Septiembre 2024
Sábado, 15 de Agosto del 2020

Un crimen japonés

Se escuchará en el Kentucky el resonar profundo de la escopeta que mató a Francisco Puigbi.

Hasta fines de la década del 40 en muchos mapas del departamento Rosario aún figuraba la gran estancia de Don Gregorio Taboada con letras más importantes que las del pequeño pueblo de Funes. Estas tierras se extendían desde lo que hoy es Av. Córdoba hasta cerca del límite de Pérez y desde la actual Av. Godoy en Rosario hasta Roldán, de modo que cobijó desde su creación al pequeño villorrio de San José dando alojamiento a los maestros que llegaban y al primer jefe de estación, Juan Murray, hasta que terminaron sus viviendas en el pueblo compartiendo la historia de los primeros tiempos.

A la muerte de Don Gregorio, apareció un hijo no reconocido que venía desde Santiago del Estero a reclamar parte de su herencia. Resuelta la cuestión en tribunales, después de muchos años de litigio, Doña Celina viuda de Taboada, pagó los honorarios a su abogado Fermín Lejarza con unas tierras lindantes a lo que después fue la granja “Nenucho”, apodo del letrado. El Dr. Lejarza se convirtió en el administrador de dicha granja, el pueblo empezó a llamar al lugar “lo de Lejarza” y hoy es conocido como el Club de campo Kentucky.

Si bien esta historia es más o menos conocida nos sirve para situar el relato de un crimen polémico. En 1930 Antonio Sacilotti había ganado la presidencia de la Comisión de Fomento funense en elecciones libres, ya se contaba con energía eléctrica en algunas zonas con la instalación de la usina y el pueblo comenzaba a crecer gracias a la actividad del campo que lo rodeaba. Mientras tanto, la granja Lejarza se alzaba imponente con su edificio estilo Mackintosh (hoy Club House) dominando todo el establecimiento, uno de los más importantes del país, sus animales estaban catalogados como de excelente calidad con muchos premios y muy solicitados para la reproducción de calidad.

Hasta allí había llegado un inmigrante japonés con su familia, Koichiro Takahashi (un apellido muy común de Japón que significa “puente alto”), de algún modo había castellanizado su nombre y lo llamaban también “Enrique”, perteneciente a la primera inmigración japonesa, Koichiro se dedicaba a la crianza de aves de raza seleccionada, un oficio milenario muy reconocido en Japón. El ideario popular ubica siempre a los japoneses como tintoreros o floristas, pero eso era en las ciudades, en zonas rurales las granjas y las aves de corral eran la especialidad de los nipones.

Seguramente, y como era costumbre, habrían llegado a un acuerdo con Lejarza, la granja cedía una vivienda y un espacio a la familia japonesa para criar las aves y compartirían las ganancias. Koichiro tenía un buen trabajo y un futuro tranquilo alejado de los conflictos que le esperaban a Japón, pero un suceso cambiaría su vida para siempre. A principios de 1931 el criador empezó a sufrir frecuentes robos de aves de corral, siempre por la noche y no podía atrapar al ladrón. Fue por ello que realizó muchas denuncias a las autoridades, los propietarios de la granja también extremaron las medidas de vigilancia, pero no hubo resultados satisfactorios, el robo de aves continuaba.

Koichiro estaba enojado, había cruzado el mundo para empezar una nueva vida en un país gigantesco y extraño para él, aquí podría mantener a su familia y desarrollar el arte que le transmitieron sus ancestros, pero tanto trabajo y esfuerzo estaba siendo arruinado impunemente. Ya era una cuestión de honor, él amaba esas aves, y el honor para los japoneses es cosa muy seria, no iban a jugar con él. Una mañana, después de descubrir que otra vez le faltaban algunas de sus mejores gallinas, tomó la escopeta que usaba para espantar zorros y comadrejas dispuesto a terminar con el problema.

Con paciencia oriental preparó una rústica pero ingeniosa trampa, colocó la escopeta apuntando a la entrada del corral (algunas pisadas detectadas revelaban que por allí entraba el delincuente), el dispositivo se completaba con un hilo conectado a la bisagra de la puerta que al moverse accionaba el gatillo.  Al finalizar cada jornada dejaba listo el mecanismo y se iba a acostar, muchas veces escuchó el estruendo de su escopeta en la noche silenciosa y corría a ver, pero era una falsa alarma, la humedad, la temperatura y un gatillo celoso lo hacían saltar de la cama en vano, Takahashi cargaba el arma a la noche y la descargaba por la mañana.

El sábado 21 de enero Koichiro dejó lista la escopeta como había hecho en los últimos días y se fue a descansar a su vivienda cercana, cuando ya se había dormido sonó el estampido inconfundible de su escopeta. De un salto salió de su casa y corrió al gallinero, mientras acortaba distancias pensaba que tal vez ahora si lo había atrapado. Llegó agitado, encontró la puerta abierta, contó las aves con dificultad pues estaban alteradas y notó que faltaba al menos una, sin dudas alguien había entrado. A la mañana encontró algunas huellas, el japonés se quedó conforme, “seguramente se asustó y no robará más” se dijo a sí mismo. 

Recién dos días después, a 200 metros del corral, unos peones encontraron el cadáver de Francisco Puigbi entre los yuyos, al costado había una bolsa con una gallina muerta, algunos objetos y todavía apretaba un puñal en su mano derecha. Los investigadores que llegaron de Rosario determinaron que herido por la escopeta escapó mientras se desangraba, arrastrándose hasta morir. Enseguida Koichiro “Enrique” Takahashi fue detenido y trasladado a la jefatura de policía, seguramente ni en sus peores sueños se había imaginado la pesadilla que estaba viviendo.

Cuando Koichiro fue imputado por homicidio simple por el tribunal de primera instancia comenzaron los análisis de los hechos por parte de la doctrina y jurisprudencia nacional e internacional convirtiéndose en un “leading case”. El tema estaba vinculado con las defensas llamadas ofendículas, es decir, aquellos obstáculos o defensas mecánicas predispuestas que oponen resistencia a todo aquel que pretende violar una esfera privada reservada a la custodia de los bienes, funcionando agresivamente contra el intruso.

La defensa alegó que Puigbi registraba antecedentes policiales y que Takahashi era un hombre honorable, jefe de una familia ejemplar, honesto y laborioso. Pero el valor vida es superior al de cualquier bien y el debate se instaló tanto en los ámbitos judiciales como en todas las pulperías y boliches de la zona, allí reinaban las discusiones a favor del japonés o del infortunado Puigbi, “…estaba cuidando lo suyo, se lo merecía” gritaba uno, “…nadie debe morir por robar una gallina para comer” vociferaba otro y más de una vez, animados por el alcohol, se ponía violenta la cosa.

Elevado el caso a la alzada, la Cámara de Apelaciones en lo Criminal de Rosario, con fecha 13 de mayo de 1933, por los votos de los Dres. Soler y Sánchez Zelada, revocó la imputación de primera instancia determinando que era un caso de exceso de defensa, resolviendo: “revocar la sentencia apelada y condenar a Koichiro o Enrique Takahashi de conformidad con los artículos 35,84 y 26 del código penal a un año y medio de prisión y costas, en forma condicional, ordenándose su inmediata libertad.”

Al parecer la mayoría de los jueces se inclinó por una figura culposa de condena condicional tal vez teniendo en cuenta antecedentes y el revuelo que tuvo el caso en la opinión pública. No sabemos cómo terminó sus días el criador de aves, ni tampoco como le afectó este viejo crimen, el caso quedó cerrado y olvidado hasta hoy. 

Cada lugar del viejo Funes guarda incontables secretos y la granja Lejarza, hoy Kentucky, no es ajena a ello, por eso si sus actuales vecinos alguna noche tranquila escuchan un disparo no se alarmen, puede ser la escopeta de Koichiro que sigue protegiendo celosamente sus amadas aves a través del tiempo.   


Fuentes consultadas: 

Archivo Carlos A. Vesco

“Funes y su conservación del Patrimonio” Sra. Susana Bellis

“Loma de Ávila”, Plácido Grela

Ilustración: Nacho Montes

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