Las huellas del dolor
En algún momento del invierno de 1977, la gente de Funes que conocía a Ana Gurmendi dejó de verla. Jamás volvieron a cruzarse con esa joven rubia de 27 años por las calles del pequeño pueblo.
En aquella época del terror la información no se caracterizaba por circular fluidamente, todo pasaba en las sombras. Pero más temprano que tarde empezaron a correr los rumores. “En ese momento uno pensaba que el compañero que faltaba sólo había caído preso, no estaba presente la idea de la desaparición, eso se fue sabiendo después”, dice Silvia Cochet, que conocía a Ana “de vista”.
Claro que la familia y su círculo íntimo sabían lo que pasaba. Aunque tampoco tanto. “Fue una cosa que es muy difícil explicarla al día de hoy. Ahora uno dice la palabra desaparecido y todos sabemos lo que es, pero en 1977 nadie sabía de esa palabra. Ana había comentado un día en casa que se habían enterado que en un lugar de por acá habían metido presos a gente de la militancia y después habían negado su apresamiento, es decir que ni siquiera se usaba la palabra”, cuenta Jorge Gurmendi, su único hermano.
Ana hizo la secundaria en el Superior de Comercio de Rosario y luego estudió Estadística Matemática en la Facultad de Ciencias Económicas de la UNR. En algún momento, antes de recibirse, comenzó a militar en la Juventud Peronista, visitaba barrios humildes como Las Flores o Villa Banana. En esa militancia conoció a Oscar Capella, que luego se convertiría en su novio, con quien se fue a vivir a Rosario. Aunque su hermano dice no poder saberlo con certeza, diversas fuentes indican que Ana y Oscar eran miembros de Montoneros. Dentro de la organización eran conocidos como la “Gringa” y el “Foca”.
“Ella estaba en la JP, ¿y adonde termina la JP y empieza Monotoneros? Eso no lo sé. Pero evidentemente estaba identificada con Montoneros. Yo creo que mi hermana no vio un arma a menos de cien metros jamás; era militante, por ahí grupos intelectuales”, explica Jorge.
El 15 de agosto, un vecino de Ana, en Rosario, llama a la casa de la familia Gurmendi, en Funes: un grupo de tareas había arrancado de su hogar a la pareja. Cuando Jorge y su padre fueron a la casa de barrio Industrial los soldados que la custodiaban les indicaron que fueran a averiguar al Comando, donde hoy funciona el Museo de la Memoria. Allí fue cuando vieron por primera vez el despiadado rostro de una burocracia asesina.
“Hubo un procedimiento, sí, pero los ocupantes de la casa se escaparon”, les dijo sin inmutarse el militar que los atendió. Automáticamente Jorge recordó lo que su hermana le había contado hacía unos meses. “Enseguida relacioné con la desaparición, ese diálogo no me lo olvido mas. Te dejan en bolas, una frase terrible. Fue un cachetazo tan grande que vos quedás desarmado”, cuenta hoy, 37 años después.
Nunca pudieron arrancarle a aquellos que habían usurpado el Estado un mísero dato sobre la realidad de su hermana. Ni todos los habeas corpus que presentaron ni todos los contactos que movió su padre sirvieron para arrancar algo de información, chocaron contra una fría pared. Fue la comprobación práctica de aquella frase criminal de Rafael Videla: “Si no están, no existen y como no existen no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos ni muertos; están desaparecidos”.
Pero la tragedia familiar no terminó en la búsqueda infructuosa de Ana María. En enero del 78 los padres hicieron un viaje a la Patagonia para despejarse. Mientras observaban, sobre la orilla, el rompimiento del glaciar Perito Moreno un desprendimiento inusual generó una inmensa ola que los chupó hacia el fondo del Lago Argentino. La familia Gurmendi quedó destruida, de sus cuatros miembros tres estaban desaparecidos.
Durante el proceso de la causa Guerrieri, que condenó a un puñado de personas vinculadas a la represión ilegal, quedó establecido que Ana María estuvo detenida, siempre en compañía de su novio, en los centros clandestinos de detención conocidos como “La Calamita”, “Quinta de Funes”, “Escuela Osvaldo Magnasco” y la “Intermedia”. En ese momento Jorge no lo sabía, el “run run” decía que estaba viva, pero nadie sabía dónde. “En tiempo real yo no me enteré de la existencia de la Quinta, lo supe después”, cuenta. La casa de los Gurmendi estaba a menos de dos kilómetros de distancia de aquel macabro lugar.
Recién en el 83, con la llegada de la democracia, Jorge perdió las últimas esperanzas de encontrar con vida a su hermana, pero Ana ya había sido asesinada en marzo del 78, en “La Intermedia”, a la altura de Timbúes.
El relato de Eduardo “Tucu” Costanzo, durante el juicio, resulta esclarecedor sobre las condiciones que rodearon la muerte de Ana María, así como de la banalidad de esa decisión: “Como se aproximaba el mundial de 1978 el ejército no sabía qué hacer con estas quince personas. En ese lapso en que no se sabía qué hacer, se hacían reuniones en el Destacamento de Inteligencia del Ejército de calle Oroño al 800. Todos nos reuníamos (…) para que cada uno diga sus opiniones de qué hacer con esta gente, de si se los mataba, se los dejaba presos o se los largaba. Las opiniones eran un desastre y no se llegó a ninguna conclusión. Poquito antes del mundial, no sé si serían dos meses, el ejército decide matarlos”.
NOTA DE LUCAS GARCÍA PUBLICADA EN LA EDICIÓN IMPRESA N° 51 DE INFOFUNES. MARZO DE 2014.
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