Lunes, 30 de Septiembre 2024
Domingo, 13 de Diciembre del 2020

El día en que El Diego fui yo

En cualquer lugar del mundo donde se busque una referencia argenta, allí estará presente por siempre la imagen de Diego Armando Maradona.

No me distingue la pasión por el fútbol, no. Algunos habrán tenido la mala suerte de verme jugarlo, otros me habrán escuchado decir en total desorbitación que soy de Boca aunque también de Newell’s, aunque en realidad, mi abuelo era de Rosario Central – pero yo detesto a Central quién sabe porqué - y mis primos me quisieron bautizar con una camiseta de River cuando nací. Lejos de ser una apasionada, fui el juguete de varios apasionados que con todo su esfuerzo no lograron contagiarme más que confundirme. A mí definitivamente no me distingue la pasión por el fútbol.


Ese día – que en realidad ya era una noche calurosa - del verano australiano, me acosté a dormir. Era pleno enero y allá por el 2011 yo tenía sólo 18 años. El suburbio en el que vivía es bastante complejo de describir, pero he aquí mi intento: se llama Rooty Hill, queda en Sídney y es el seno de la comunidad filipina en Nueva Gales del Sur, Australia. 


Allí vivía en la casa de Joanne y Rolando, de apellido Polino. Los filipinos, en su gran mayoría, tienen nombres hispanos en “honor” al Rey Felipe de España, un pequeño homenaje a los más de tres siglos durante los que las islas pertenecieron a la corona española, de 1565 a 1898. En 1898, al finalizar la guerra hispano-estadounidense, Estados Unidos se anexó de facto a las Filipinas ya que los nativos “eran incapaces de gobernarse a sí mismos”. No mucha más suerte corrió por sus mares cuando durante la Segunda Guerra Mundial los japoneses ocuparon las islas por su ubicación estratégica en el pacífico y esclavizaron a sus nativos. Saqueados y sin oportunidades, hoy miles viven en Australia, desde donde envían remesas a sus familias. Remesas que algunos consiguen alojando en sus casas a personas como yo.


Esa noche me había acostado con un dejo de decepción y un cansancio extremo. Desde mi llegada a Australia no había sido fácil deconstruir la idea de que viviría en una casa llena de surfers rubios que me invitarían a la playa. Rolando me recibió con una cadena dorada con el símbolo “$” colgado, dientes enlatados y una gorra de la que escapaban gotas de sudor mientras la banda sonora gritaba “dame más gasolina”.  Sobreviví. Y no sólo sobreviví, ¡qué gente espectacular con la que viví! Agradecida por mi estadía de 6 meses en su casa, no me sorprende la pronta partida de Camille a los pocos días de su llegada, una adolescente oriunda de Friburgo, Suiza, con la que compartía mi desordenada habitación. Había decidido volverse a Suiza porque extrañaba todo, Camille ya me caía bien y su escape significaba que ahora me tocaba compartir la habitación con alguien más. 


Ese día recibí a Teruyo Ochi. Teruyo venía de Japón, tenía 18 años y sabía, con suerte, 8 o 9 palabras en inglés: Hi, my name is Teruyo, I’m from Japan. – Hello, I’m Caterina and I am from Argentina, le respondí. Teruyo se desconcertó. Ese día descubrí que lo asiáticos son expresivos y que algunos, como Teruyo, no saben que Latinoamérica existe. – Artina? Ar? Sorry, me dijo. Desplegué en el suelo una lámina blanca que había comprado para pegar en la pared y anotar las palabras nuevas que aprendiera en Australia y comencé a dibujar. Empecé por Canadá, Estados Unidos, un chuflito en el centro de América, México… hasta ahí veníamos bien. Dibujé América del Sur con su característica forma en cono en la punta austral y con una cruz le dije: - Here is Argentina, nos señalé. Su cara no cambió, mi frustración tampoco. Era tarde, apagamos la luz, nos despedimos y nos acostamos a dormir.


Lo que pasó después es difícil de olvidar, tal vez por el susto de que una mujer muy flaca de pelo negro liso me despertara en el medio de la noche de un sacudón, tal vez porque no esperaba que una japonesa - embebida en buenos modales y carente de clases de geografía - se atreviera a zamarrearme tras verme profundamente dormida. Tal vez, porque después de todo mi esfuerzo fallido por decirle de dónde soy, Teruyo ya no me caía tan bien. Su respiración cercana me despertó y su zarandeo – tomando mi brazo con sus manos - me despabiló. Salté de la cama como quien se despierta de la peor pesadilla, ella, arrodillada junto a mi cama, me miraba fijo y desbordaba de emoción, con los ojos bien abiertos me dijo: “¡CATERINA! ¡CATERINA! ¡ARGENTINA MARADONA! ¡DIEGO MARADONA!”. Sonreí. Bingo, Teruyo. 


Gracias Diego, eterno punto de geolocalización. 

Powered by Froala Editor