Lunes, 06 de Mayo 2024
Miércoles, 11 de Febrero del 2015

Vivir con diabetes

<p>Federico, Marco y Violeta son diabéticos insulinodependientes desde su preadolescencia. Lejos de dramatizar por su condición, ya se acostumbraron a convivir con su enfermedad y hacen una vida normal, hasta disfrutando de helados sin azúcar. </p>

Foto: Vanesa Fresno-InfoFunes

Federico bajó del auto picando una pelota de fútbol, como habíamos acordado para las fotos. Se acercó con una sonrisa al encuentro pautado en la plaza San José, al pie del monumento al Ciudadano Anónimo, y saludó a todos un poco avergonzado. Mientras, Marco esperaba el turno de las fotos sentado en un banco, contemplando la situación. La fotógrafa les pidió a los dos que jueguen un poco con la pelota, para sacarles las fotos que ilustran esta nota. Ellos empezaron a pelotear, mientras Elvira, la mamá de Federico, charlaba animadamente con Candelaria, la madre de Violeta, quien no pudo participar de la entrevista.

Federico es Federico Oliva, Marco es Marco Di Giuseppe y Violeta es Violeta Avio. Tienen 16, 14 y 15 años, respectivamente. Los tres son chicos normales, llevan una vida como cualquier otra, con un detalle muy especial: son diabéticos insulinodependientes desde su preadolescencia.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la diabetes es una enfermedad crónica que aparece cuando el páncreas no produce insulina suficiente o cuando el organismo no utiliza eficazmente la insulina que produce. La insulina es una hormona que regula el azúcar en la sangre. El efecto de la diabetes no controlada es la hiperglucemia (aumento del azúcar en la sangre), que con el tiempo daña gravemente muchos órganos y sistemas, especialmente los nervios y los vasos sanguíneos.

“Mis viejos me veían medio raro, decaído, cansado, tomaba mucha agua, iba mucho al baño”, cuenta Marco. “Entonces me llevaron al médico, que me midió el azúcar, vio que la tenía alta y me internaron”. Misma historia, o parecida, tuvo Violeta, según nos cuenta su mamá Candelaria: “Empezó con una baja de peso muy rápida, comía mucho, tomaba mucho líquido, iba mucho al baño, seguía bajando de peso, no dormía. Le hicimos un análisis, saltó que tenía azúcar en sangre, y ahí la internamos”

En cambio, Federico descubrió su condición casi por casualidad: “Me hice el examen para entrar al Liceo, y a la semana llaman y preguntan si yo era diabético, y le dijimos que no. Pero fuimos al pediatra para repetir el análisis, y de vuelta tenía el azúcar alta y me tuve que internar a la noche”, recuerda.

A partir de allí, los chicos tuvieron que familiarizarse con los términos híper e hipoglucemia, con el glucómetro, la insulina y un sinfín de otros instrumentos y especificaciones para poder tratar su enfermedad. Aunque, según lo explica Marco, no es tan difícil como parece: “Primero nos medimos la glucemia con un glucómetro. Al glucómetro se le introduce una tira con una gotita de sangre, y nos indica qué medición de glucemia tenemos. A partir de esto, calculamos las unidades de insulinas necesarias y nos las inyectamos con una especie de lapicera que tiene una aguja subcutánea en la punta”. El pinchazo no duele ni se siente, dicen los chicos.

Otra forma de controlar la enfermedad es con la bomba de insulina, como nos cuenta Federico: “Es un aparato que viene con un catéter conectado a un parche en la panza, y se programa la cantidad de insulina necesaria. El beneficio es que uno se pincha menos”, detalla.

Pero, para todos, la adaptación más dura es a la enfermedad en sí misma. “Algunos días me calentaba, tiraba la insulina a la mierda. Más que nada en el primer año, porque la dieta era muy estricta. Luego me acostumbré”, confía Fede. “Al principio me enojé con mi salud, con el mundo. Luego te tranquilizas, te dominas, te acostumbras y se te hace más sencillo”, aporta Marco.

Para los padres, acostumbrarse y adaptarse a la nueva realidad de sus hijos es también una tarea para nada sencilla. Y así lo cuentan: “Nunca me acostumbro, hay que encarar así, meterle para adelante, hacer lo mejor que se pueda”, cuenta Candelaria. Otra que describe esos primeros momentos es Elvira: “Al principio, el desconocimiento asusta. Luego vas aprendiendo cómo se maneja la enfermedad. A mí me ayudaron mucho los campamentos de educación diabetológica, ahí ves gente que está en una misma situación, te das cuenta que no estás solo en el mundo, que hay un montón de padres que sufren por sus hijos. Y después lo vas aceptando, igual que el chico. Gracias a Dios, existen todos los elementos para poder sobrellevarlo, lo importante es controlarse. Si ellos se controlan y practican mucha actividad física, llevan una vida normal”.

El papel de la medicina
Ambos chicos coinciden en que fueron los doctores quienes, de una manera muy paciente, les explicaron de qué se trataba la enfermedad. Por su parte, las madres destacan la necesidad de un profesional no solo experto en el tema, sino también que se preocupe por sus pacientes y tenga un carácter que a los chicos les guste.

Otras entidades medicinales que juegan un papel importante en este tema son las obras sociales. En este tema, el Congreso Nacional se expidió en noviembre de 2013, cuando sancionó la Ley de Diabetes, que obliga a las obras sociales a cubrir el total de los gastos de sus asociados. “Gracias a la Ley se cubren todos los medicamentos, ahora no hay problema”, apunta Candelaria, y agrega: “Hubo en un momento un tema con las tiras reactivas, las obras sociales cubrían una parte y había que afrontar el resto, que era bastante. Además, te daban una cantidad de tiras determinada y no alcanzaban. Era un número ridículo, algo así como cuatrocientas y tuvimos que pelear por eso porque una cajita de cincuenta tiras es muy cara, y un chico usa más de dos mil tiras al año”, detalla.

Entorno
Algo que siempre se da en las familias con un chico o niño diabético, es que este, y sus padres, deben educar al resto de los miembros, y desmitificar algunas cosas. “Todo surge del desconocimiento de la enfermedad, como nos pasa a nosotros. Al principio piensan que ellos tienen que tener una dieta especial, comer aparte, y sin embargo pueden estar incorporados a la vida familiar normal, teniendo los controles y cuidados que exige la enfermedad”, explica Elvira.

Esto también se da en la escuela y en otras esferas sociales dónde se mueve el chico, como cuenta Candelaria: “Yo hablé con todos, sigo haciéndolo. Con la escuela, las amigas, los padres de las amigas, la familia. Hay que abrir bien el círculo a todo lo que rodea, todos tienen que saber. Cualquier persona debe saber de qué se trata porque cualquiera puede tenerlo”. Una anécdota que pinta como es el desconocimiento que hay de la enfermedad la cuenta Elvira: “Yo descubrí en la escuela que no había nada sin azúcar en el kiosco, salvo las gaseosas. Si él quería ir al kiosco debía llevarse algo de mi casa”.

Vida normal
La charla va llegando a su fin, y decidimos invitar a los chicos con un helado sin azúcar, hecho especialmente para quienes sufren de diabetes. Gracias a este tipo de cosas, como el helado para diabéticos, el membrillo o la mermelada, los chicos viven una vida normal. Según ellos, nunca vivieron una situación de discriminación a causa de su condición. Son chicos comunes que salen con sus amigos, que van a la escuela. Son pruebas vivientes de que a la diabetes se la puede gambetear y hacerle goles, como le gustaría decir a Federico, que no dejó la pelota quieta en ningún momento de la charla, o que se la puede sobrevolar, como le gustaría decir a Marco, un fanático de los aviones que dejó entrever, en su mochila, un libro sobre aviones biplanos y triplanos. Son chicos diabéticos. Son chicos.