Miércoles, 24 de Abril 2024
Jueves, 17 de Julio del 2014

La Colorada que escribe y escribe

A Griselda Goñi su cuerpo le dio un flor de susto hace algunos años, lo que la animó a empezar a mostrar los escritos que venía escondiendo desde hacía 25 años.

Hace seis años atrás la "Colorada" Griselda Goñi había ido hasta el consultorio del doctor Aiello en lo que sólo era una más de las visitas que periódicamente realizaba para conseguir la receta de sus medicamentos. Allí estaba, en ese siempre penumbroso y alguna vez futurista consultorio, parada en frente del doctor cuando sintió que alguien le daba un puñetazo tremendo en el ojo. "Me empezó a hervir la cabeza y me daba cuenta de que se me enredaban las palabritas y me dolía el brazo. El doctor me hundía la birome en la cara y me preguntaba si sentía, cuando le quiero decir que no me doy cuenta que no puedo hablar. <<Esta vez me muero>>, decía yo, esta vez sí… Y no", recuerda.

Finalmente no, aunque sufrió un aneurisma, que es algo así como una dilatación en los vasos sanguíneos; estuvo a punto, pero la circunstancia de estar en el lugar y el momento adecuados más la pericia del experimentado médico la salvaron.

Esta podría ser una anécdota descolgada e innecesaria en una nota que explora la vida literaria de una persona. Pero créame que no. Porque el hecho de sentirle el aliento a la muerte fue tan denso que la Colorada empezó a mostrar las narraciones que venía escribiendo en secreto desde hacía 25 años, cuando nació su primer nieto y sintió la necesidad de escribir las sensaciones que le corrían por el cuerpo.

Y empezó a escribir prolíficamente. "Pensaba que sería bueno que me pusiera a escribir porque si pasa por segunda vez a lo mejor no voy a salir tan bien, así saben lo que pienso y lo que siento, tanto mi familia como los que me conocen. Y así empecé escribir más", cuenta.

Ya le había costado horrores sacarse de encima la vergüenza que le daba participar en el Café literario Luz y Luna, la primera vez que fue tuvo que batallar contra todos sus miedos juntos. "Me cambié, pero no, que voy a ir, digo. Me descambié, tres veces lo hice, a la tercera dije: Griselda vamos. Me senté en la última sillita y escuché, aplaudí, charlé", dice. Luego de varios encuentros empezó a leer cosas suyas, claro que sin decir que eran suyas. Se maravillaba con los aplausos cada vez que terminaba de leer. Hasta que una compañera intuyó que esos textos provenían de su propia mano. <<¿Eso no es tuyo Griselda?>>, le dijo, y ya no hubo más nada que ocultar.

Totalmente decidida, luego del aneurisma, se animó a mandar una poesía al periódico La verdad Funense, donde se la publicaron (y siguen publicando hasta hoy). Ahí fue cuando la gente se enteró que la Colorada escribía, la paraban en la calle y la felicitaban. "El público ese se confunde, piensa que vos escribís verdaderamente algo tuyo y no que es ficticio", dice. Tomó confianza y empezó a mandar trabajos suyos a todo certamen literario que se enterara. Así obtuvo varias menciones y cosas suyas fueron publicadas en distintas antologías.

Pero quizás lo máximo en torno a estos concursos sucedió en abril pasado cuando recibió un correo electrónico desde España. "Casi me caigo de la silla, porque digo: no puede ser, debo estar viendo visiones. Y volví a leer el correo, digo: ¿cómo puede ser?". Le avisaban que el relato corto titulado Boina Vasca, de su autoría, había sido seleccionado para ser publicado en la antología de cuentos a editarse por la asociación Letras con arte. El cuento es una súplica descarnada de una niña que añora el milagro de ver regresar al padre al que nunca conoció. La boina de ese vasco, lo único que queda, es la metáfora del abandono. "Es sobre mi padre, que no conocí, pero que era vasco", cuenta Griselda.

El origen
Lo primero que Griselda leyó en el café literario fue "Añoranzas", una poesía dedicada al conventillo de barrio Belgrano, en Rosario, en donde pasó gran parte de su niñez.

En aquellos años de vivir con menos de lo justo -en los que, sin embargo, Griselda dice pasó la "etapa más hermosa" de su vida- fue cuando aquella niña de cachetes colorados arrancó a explorar el mundo de la literatura. En el asilo escuela, en el que entraba a las seis de la mañana y salía a las cinco de la tarde, Griselda era un bicho de biblioteca; verla en el patio durante un recreo era una rareza. Aprovechaba a leer ahí porque ni ella ni los demás niños del conventillo podían darse el lujo de comprarse libros.

Por eso, los sábados escondía algún libro en su bolsita y los sacaba clandestinamente de la biblioteca. "Yo llevaba una vez como para mí, que a mí me gustaban los cuentos de princesas, Rosaflor, Mujercitas, Cenicienta.

Y a la otra semana traía algo para los varones, entonces les leía El corsario negro, Colmillo Blanco, Sandokan, Julio Verne. Leíamos sentaditos en una zanja, que le decíamos la zanja seca. Soñábamos, yo soñaba con el príncipe, y ellos soñaban que eran piratas, aventureros, que venían en caballo a rescatar a su amada. Te hacía correr la imaginación, cosa que le falta a los chicos de ahora", cuenta.

También había que ingeniárselas para poder jugar porque tampoco había presupuesto para juguetes. Barquitos de papel cuando llovía y pelotas de trapo eran la salida. "Mi primer juguete de verdad me lo dieron los empleados del correo que para mí eran los reyes magos. Había que hacer la cola. Me lo mandaba Eva Perón, una muñeca rubia con trenzas, yo no podía creer que esa muñeca era mía. Cuántos años que nosotros veíamos que a muchos en el barrio le venían los reyes y a nosotros no, poníamos el agua y el pastito pero no venían. Y mis compañeros tuvieron por primera vez esa hermosa pelota de goma que era roja y de rayas blancas, porque siempre habíamos jugado con la pelota de trapo", recuerda.

Puede decirse que sus incursiones de adulta en los concursos literarios son un revival de aquel organizado por la Cámara de Libreros que ganó de niña, representando a su escuela: lectura en público e interpretación. "Pero lo que rescato de ese día es que no solamente conocí un teatro por dentro también supe lo que era una película, que nunca había visto una yo, dieron Marcelino pan y vino. Te lo juro que durante un año después de ese día aturdí a todo el conventillo hablando de esa película, contando con pelos y señales todo lo que había visto", dice.

Casi seis décadas después, luego de haber terminado la primaria y haberse puesto a trabajar, formar una familia, mudarse a Funes ("cuando barrio Los Solares era campo y había que cuidarse de los que cazaban perdices"), etc., en el año 2010 ganó el siguiente concurso de su vida, en Granadero Baigorria. "A veces se piensa de que porque tenés cierta edad te tenés que poner a tejer o a mirar tele, y no es así. Tener 71 años no implica que me tenga que quedar en casita, nunca somos viejos, eso es algo que dice el almanaque", dice hoy la escritora que ya no oculta sus escritos.