Sábado, 27 de Abril 2024
Viernes, 01 de Marzo del 2013

Chocolate Aguirre, el de los guantes de oro

Conocido por todo el mundo como "Tito, el Ciruja", Eduardo Aguirre tiene una jugosa historia de boxeador exitoso. Un viaje al germen de tipo que volteaba a todo aquel que se subiera al ring.

por Vanesa Fresno

Las tribunas de Sportivo América explotan de gente. En el cuadrilátero la transpiración de los boxeadores, mezclada con la sangre de las heridas recién abiertas, ensucia la lona. De un lado pega Oscar Alvarenga, uno de los mejores boxeadores de Rosario, que viene de banca a revalidar el título que tiene bajo el brazo. Del otro, un novato, desconocido en el circuito. Un tal Chocolate Aguirre, ni su entrenador le tiene demasiada fe. Pero van pasando los rounds y el joven de veinte años sigue en pie. Distrae con la izquierda y suelta unos uppercuts que van a parar con fuerza volteadora derecho al mentón de Alvarenga. En los golpes de Aguirre, se esconden decenas de peleas barriales en las calles del barrio Triángulo rosarino.

Cada una de las piñas y más piñas que recibe la cara de Alvarenga van diluyendo de a poco el favoritismo inicial. Chocolate gana la pelea y se queda con el título de Guante de Oro, el estadio lo ovaciona. “Yo estaba capacitado para pelear con cualquiera. Me había agarrado mucha veces a piñas en la calle”, cuenta con su voz chillona, Eduardo Aguirre, cuarenta años después.

Hoy "Tito, el Ciruja", sentado en una silla del maxi kiosco “Los Tíos”, recuerda esos años gloriosos que pasaron entre el fragor de la juventud, la plata que pagaba el box y la nebulosa que deja el whisky cuando se lo toma en exceso. “Era muy borracho de más”, confiesa, sin vergüenza pero sin orgullo.

Allá por los finales de la década del 60, Tito, rosarino de nacimiento, trabajaba en el puerto. En algún momento su patrón dejó de pagarle y necesitó plata. Alguien lo incitó para que pruebe con el boxeo y él, que desde siempre se peleaba por placer para hacerse respetar, no le buscó muchos peros al asunto. Apareció por el gimnasio que había en la Jefatura de Policía y lo primero que le dijeron fue que con ese pelo largo (aindiado, como lo lleva hasta hoy) no podía pelear. “Primero me pruebo, si sirvo después me lo corto”, respondió.

El primer día me hicieron hacer guantes. Me cagaron a puñetes. Pagué el piso… pero después de eso ya era el rey, ya había agarrado la visión del boxeo. Y a los quince días me hicieron hacer guantes con el mismo que me había pegado. Le pegué, se dio vuelta todo a mi favor”, cuenta, mientras se le dibuja una sonrisa que deja al descubierto un diente plateado.

No falto mucho para que llegue la primer pelea como profesional. Para eso tuvo que viajar a Chaco, a pelear con Julio Alegre, campeón provincial. Otra vez, Chocolate iba a derrotar el favorito y se convertía en ídolo de aquella provincia. “Nunca me noquearon ni nunca tire la toalla. Lo que pasa es que yo era guerrero guerrero”, dice. En esa pelea ganó algo así como siete mil pesos de ahora. La gloria vendría con algo de mareo.

Anoche me estuve dando cuenta, que estupidez hice que no me quedé con un peso, no tengo una moneda. El boxeador profesional que no tenga plata es un estúpido, y yo fui uno de ellos. Está la Hiena Barrios, terminan todos así. Sabés que pasa, te marea. No sabía retener la plata, venia uno y toma, otro y tomá. Y muy borracho era”, reflexiona Tito. En frente, su caballo come un poco de pasto. El carro esta rebalsado de cartones y muebles.

En algún momento de la década del 70, otra vez en Chaco, más precisamente en General Pinedo, Tito tiene que pelear con “otro chaqueño que mataba a todos”. En cada lugar que anda se cruza con alguien que le dice que no se peleé con El Gitano. Ya lo habían puesto nervioso. Cuando se lo dicen por enésima vez se le agota la paciencia. “Tanto que le tienen admiración a su pupilo, le juego una comida para cuatro personas. Vamos a hacer una cosa -me dicen-, si vos ganas te regalamos una muda de ropa. Me vistieron de pe a pa. Le gané, lo maté, lo tiré siete veces. Por nocaut en el séptimo round. Pero en el primer round ya lo tiré, y el tipo me dice: No te creas que me vas a tirar otra vez. Yo nada, iba buscándolo de a poco hasta que se descuidó otra vez y le metí una mano. Y así lo empecé a enganchar cada dos por tres”, cuenta como si hubiera sido hace una semana.

“Tito tengo vidrio para darte”, le grita un vecino. “El lunes paso”, promete el único carrero de Funes.

“Adentro del ring te olvidás de que el otro es más que vos, si vos no pensás, porque si vos le tenés un poquito de respeto al otro te caga a puñetes. El boxeo mío valía. Era lindo, gustaba porque yo pegaba y no me dejaba pegar, pegaba y me iba. Era un juego para mí. Yo peleaba de una forma y de repente cambiaba la pelea y le pegaba con la mano derecha. Estaba peleando con la izquierda y de repente lo agarraba mal parado al tipo y le daba un derechazo. Caían todos”, explica.

Después de diez años de vorágine, vino el retiro. Su entonces mujer le decía que de tantas palizas iba a quedar loco. Eso, sumado al cansancio de entrenar todos los días puso fin a su carrera. De toda esa plata que duraba en sus manos lo mismo que un manojo de arena sólo quedó el terreno donde se erige su histórica casa de Villa Golf. Por ese entonces comienza a realizar el oficio de ciruja, toda una originalidad; los policías se divertían llevándolo preso.

Pero en seguida Tito se ganó el cariño de la comunidad. “Es un orgullo para mí sentir que la gente de acá tiene algo especial conmigo”, dice emocionado mientras saluda al vigésimo vecino que pasa. De los amigos que se acercaban al campeón, pasó a los que se acercaban al ciruja. Hoy Tito, probablemente sea la persona más querida de Funes. Aquí, donde una vida sencilla le obsequia desde hace décadas su permanente gratitud. Aquí, donde se jacta de haber abandonado el alcohol.

Tito toma el último trago de coca y se sube al único lugar libre del carro. Una nena de tres años lo llama con alegría y le alcanza una calabaza. Tito agradece, la nena se ríe y el caballo enfila hacia Villa Golf. Tito, con su estirpe de Gauchito Gil y su mansedumbre no parece la misma persona que tiraba derechazos destructores. “Los guantes pesan doscientos gramos, pero llega un momento de la pelea que pesan doscientos kilos”, había dicho hace un rato. Vaya si lo sabrá.

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